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Jueves, 7 de marzo de 2002 |
Cómo
ven otros a EE UU y... ¿tiene ello importancia?
En una
conferencia a la que asistí hace poco, un airado ecologista preguntó: '¿Con
qué derecho imprimen los estadounidenses una huella tan marcada sobre la faz
de la Tierra?'. ¡Uf! Era una pregunta difícil porque, por desgracia, es
bastante cierto. Los
estadounidenses sumamos algo menos del 5% de la población mundial, pero nos
bebemos el 27% de la producción mundial de petróleo anual, creamos y
consumimos casi el 30% del producto mundial bruto y -fíjense en esto- nuestro
gasto en defensa es el 40% del gasto total mundial. Según mis
cálculos, el presupuesto del Pentágono hoy día viene a ser igual al gasto en
defensa de las nueve o diez naciones que más invierten en defensa, algo que
no había sucedido nunca antes en la historia. Es, en efecto, una huella muy
marcada. ¿Cómo explicárselo a los demás, y a nosotros mismos? Y ¿qué hacer al
respecto, en caso de que debamos hacer algo? Planteo estas preguntas porque la
experiencia de mis recientes viajes -al golfo Pérsico, Europa, Corea y
México-, además de una pila de cartas y mensajes de correo electrónico
llegados de todas partes del mundo, dan a entender que esta democracia
nuestra no es tan admirada y valorada como solemos suponer. La simpatía extranjera
ante los horrores del 11 de septiembre fue sincera, pero era una simpatía por
la pérdida de unos seres queridos inocentes: los trabajadores de las Torres
Gemelas, los policías y los bomberos. También había ese sentimiento de
compasión provocado por el miedo a que pueda suceder algo semejante en
Sydney, Oslo o Nueva Delhi. Pero ello no implica un amor y apoyo
incondicionales al Tío Sam. Por el contrario, todo aquel que preste
oído puede detectar una avalancha de críticas internacionales, referencias sarcásticas
a la política del Gobierno estadounidense, y quejas sobre nuestra marcada
'huella' sobre la faz de la Tierra. Mientras escribo esto, me llega un
mensaje electrónico de un antiguo alumno mío que ahora está en Cambridge,
Inglaterra (y que es un anglófilo convencido), en el que habla de la
dificultad de luchar contra el extendido sentimiento antiestadounidense. ¡Y
eso que está en la tierra de Tony Blair! Tiene suerte de no estudiar en Atenas,
Beirut o Calcuta. Puede que a muchos de los estadounidenses
que lean esta columna no les importen las críticas y temores crecientes que
manifiestan las voces del exterior. Para ellos, la realidad es que Estados
Unidos es el número uno sin rival, y el resto -Europa, Rusia, China y el
mundo árabe- tiene que aceptar este sencillo hecho. Pretender que no es así
es tan inútil como predicar en el desierto. Pero otros estadounidenses a los que
escucho -antiguos trabajadores de los Cuerpos de Paz, padres con hijos que
estudian en el extranjero (como hicieron ellos en su día), hombres de
negocios con fuertes relaciones con el extranjero, religiosos y religiosas,
ecologistas- están verdaderamente preocupados por nuestra 'huella' terrenal y
por los murmullos que se escuchan a lo lejos. Les preocupa que nos estemos
aislando de la mayor parte de los desafíos importantes de la sociedad global
y que nuestra política exterior se esté paulatinamente reduciendo a ponernos
en marcha con un inmenso peso militar para destruir demonios como los
talibanes, para retirarnos luego a nuestras bases aéreas y campamentos. Ellos
comprenden, mejor que algunos de sus vecinos, que Estados Unidos ha sido
responsable en buena parte de la creación de un mundo cada vez más integrado:
por medio de nuestras inversiones financieras, nuestras adquisiciones en el
extranjero, nuestra revolución de las comunicaciones, nuestra cultura de CNN
y MTV, nuestro turismo e intercambios de estudiantes, nuestras presiones a
las sociedades extranjeras para que se ciñan a los acuerdos comerciales, los
movimientos de capital, la propiedad intelectual, el medio ambiente y las
leyes laborales. Se dan cuenta de que no podemos retroceder a una era de
inocencia y aislacionismo a lo Norman Rockwell, y temen que nos estemos
alejando demasiado de un mundo al que ahora nos unen lazos estrechos e
inexorables. Tras mis últimos viajes, este punto de vista tiene cada vez más
sentido para mí. Así pues, ¿qué es lo que hay que hacer?
Una forma de pensar con más claridad podría ser dividir la opinión externa en
tres categorías: los que aman Estados Unidos, los que lo odian y aquellos a
los que les preocupa. El primer grupo es fácilmente reconocible. En él se
incluyen personajes políticos extranjeros como lady Margaret Thatcher y
Mijaíl Gorbachov; hombres de negocios que admiran la economía estadounidense
del laisser-faire; adolescentes extranjeros que sienten devoción por
las estrellas de Hollywood, la música pop y los pantalones vaqueros; y
sociedades a las que la política estadounidense contra los regímenes
perversos ha liberado de la opresión. El segundo grupo también descolla. El
antiamericanismo no es solamente el distintivo de los fundamentalistas
musulmanes, de la mayoría de los regímenes no democráticos, de los activistas
radicales de Latinoamérica, de los nacionalistas japoneses y de los críticos
del capitalismo de todas partes. Se puede encontrar también en los cenáculos
intelectuales de Europa, quizá especialmente en Francia, donde se considera
que la cultura estadounidense es obtusa, simplista, carente de gusto... y
demasiado popular. Dado que no es posible hacer gran cosa
para cambiar las convicciones de ninguno de estos dos bandos, deberíamos
centrarnos en el tercer grupo, que es el más importante: los que
fundamentalmente son amigos de Estados Unidos y admiran su papel en la defensa
de las libertades democráticas, pero ahora están preocupados por el rumbo que
está tomando la República. Es paradójico, pero también reconfortante. Sus
críticas no se centran en lo que somos, sino en la incapacidad de Estados
Unidos para vivir de acuerdo con unos ideales que él mismo ha definido:
democracia, justicia, apertura, respeto por los derechos humanos y compromiso
de defender las 'cuatro libertades' de Roosevelt. Es interesante reflexionar sobre el
hecho de que, en tres ocasiones a lo largo del siglo pasado, una gran parte
del mundo contempló con esperanza y anhelo a un líder estadounidense defender
valores humanos trascendentales; porque Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt
y John Kennedy alegraron los corazones extranjeros al rechazar el sentimiento
mezquino de 'Estados Unidos primero' y hablaron de las necesidades de toda la
humanidad. Lo que tantos amigos extranjeros
desengañados y preocupados quieren ver es un retorno a aquel Estados Unidos resuelto y tolerante. La
política unilateral de Washington respecto a las minas terrestres, al
Tribunal Penal Internacional y a los protocolos de Kioto sobre el medio
ambiente están muy por debajo de sus expectativas. Restringir la financiación
de la ONU parece poco inteligente y también traiciona promesas solemnes.
Destinar 48.000 millones de dólares adicionales a la defensa, pero no
destinar cantidades ni porcentajes a la conferencia de Monterrey del mes
próximo para la financiación del desarrollo parece una hipocresía. De hecho,
algunas de estas políticas estadounidenses (por ejemplo, respecto a las
primeras propuestas de Kioto) probablemente serían fácilmente defendibles.
Pero la impresión general que Estados Unidos ha dado últimamente es que
sencillamente le da igual lo que piense el resto del mundo. Cuando
necesitamos ayuda -para cercar a terroristas, congelar activos financieros o
conseguir el acceso de las tropas estadounidenses a bases aéreas extranjeras-
jugamos en equipo, y cuando no nos gustan los esquemas internacionales, nos
marchamos. Supongo que estos días todos los embajadores y enviados
estadounidenses en el extranjero pasan la mayor parte del tiempo ocupándose
de estas cuitas; cuitas expresadas, como ya dije antes, no por los enemigos
de Estados Unidos, sino por sus amigos. Por último, los cambios políticos
individuales son mucho menos importantes que la cuestión general. Estos días,
en el extranjero hay verdaderas ganas de que Estados Unidos dé muestras de
auténtico liderazgo. No lo que el senador William J. Fullbright denominó en
una ocasión 'la arrogancia del poder', sino ese tipo de liderazgo cuyo mejor
ejemplo quizá sea Roosevelt. Esto parece ser lo que quiere el comisario de
Asuntos Exteriores de la UE, Chris Patten, cuando manifiesta su preocupación
acerca de que Estados Unidos haya metido 'la directa unilateral'. Sería un
liderazgo marcado por la amplitud de miras, por la valoración de lo que
tenemos en común como humanos, por el convencimiento de que es tanto lo que
tenemos que aprender de los otros como lo que podemos enseñarles. Sería un
liderazgo que hablase a los desfavorecidos y débiles del mundo, y que
comprometiera a Estados Unidos a unirse a otras naciones avanzadas y fuertes
en la labor común de ayudar a aquellos que apenas pueden ayudarse a sí
mismos. Por encima de todo, sería un liderazgo que se dirigiera con claridad
al pueblo estadounidense y le explicase, una y otra vez, por qué nuestro
interés nacional más profundo radica en que nos tomemos con seriedad el
destino de nuestro planeta y de que invirtamos fuertemente en su futuro. Si esto
sucediera, podríamos cumplir la promesa estadounidense, y seguramente
sorprendernos de lo populares que en realidad somos. |